
¿Por qué me hiciste esto?
junio 30, 2025
No lo va a entender: hora de soltar y sanar
julio 14, 2025En consulta, es común escuchar frases como: “Estoy furioso, no quiero saber nada de esa persona” o “Me dio tanta rabia que no quiero ni hablarlo”.
Pero cuando uno empieza a rascar un poco más profundo, la rabia muchas veces se disuelve y lo que aparece, con fuerza y fragilidad, es otra emoción: el dolor.
¿Por qué duele tanto? Porque antes de sentir rabia, hubo algo que nos lastimó.
«Lo que muchas veces identificamos como enojo, en realidad es una defensa frente a una herida emocional».
Cuando alguien nos decepciona, nos rechaza o nos abandona, el dolor puede ser tan intenso y tan difícil de sostener, que lo transformamos en rabia para poder seguir adelante. La rabia da una ilusión de poder. El dolor, en cambio, nos deja vulnerables.
La rabia como mecanismo de protección
La rabia cumple una función psíquica: protegernos. Nos permite marcar límites, decir “basta”, salir de situaciones dañinas. Pero también puede ser una máscara que usamos para no sentir lo que realmente está ocurriendo dentro: tristeza, desilusión, humillación, abandono.
Esto es especialmente evidente en relaciones significativas. Cuando alguien a quien queremos nos hiere, es más fácil decir “me da rabia” que admitir “me duele lo que me hizo”. La rabia nos desconecta del otro, el dolor nos mantiene vinculados.
Y esa es una clave: cuando aún estamos conectados emocionalmente con quien nos hizo daño, el dolor sigue ahí. Pero si no sabemos cómo gestionarlo, lo disfrazamos de ira, de resentimiento, de dureza.
¿Cómo distinguir la rabia del dolor?
No siempre es evidente. A veces el cuerpo da pistas: si el enojo viene con nudo en la garganta, con lágrimas contenidas, con un cansancio emocional profundo, probablemente no sea solo enojo. Es un dolor que pide ser escuchado.
También podemos observar qué hacemos con la emoción. La rabia suele llevarnos a actuar: gritar, pelear, alejarnos. El dolor, en cambio, nos lleva hacia adentro: nos hace replantear, rumiar, retraernos.
Preguntarnos “¿Qué me dolió de esto?” en lugar de “¿Por qué me enojo tanto?” puede abrir un camino más honesto con nosotros mismos. A veces, la respuesta nos sorprende.
«No nos enoja que nos hayan ignorado, nos duele no sentirnos importantes. No nos enoja que se hayan ido, nos duele quedarnos solos. No nos enoja el error del otro, nos duele haber esperado algo distinto».
¿Por qué confundimos rabia con dolor?
Porque nos enseñaron que estar tristes es ser débiles, que mostrarnos heridos es exponernos, que llorar nos resta valor. En cambio, la rabia se ve fuerte, decidida, segura.
Pero esa fortaleza es muchas veces una fachada. Y vivir desde ahí tiene un costo: nos endurece, nos desconecta, y no nos permite sanar verdaderamente.
El dolor necesita tiempo, compasión y validación. Si no lo reconocemos, si no lo atendemos, se convierte en rabia crónica. Una rabia que no solo afecta nuestras relaciones, sino también nuestro cuerpo y nuestro bienestar emocional.
El camino de vuelta al dolor
Aprender a reconocer que “no es rabia, es dolor” es un acto de valentía. Implica permitirnos sentir sin juicio. Validar que estar heridos no nos hace débiles, nos hace humanos.
Detrás de muchas reacciones exageradas, detrás de respuestas que parecen agresivas o frías, hay personas que no han aprendido —o no se han sentido seguras— para expresar su dolor. Y muchas veces, esa persona también somos nosotros.
Aceptar nuestro dolor, darle un espacio, hablar de él en lugar de actuarlo, puede transformar por completo nuestras relaciones y nuestro vínculo con nosotros mismos.
La rabia grita lo que el dolor no se atreve a decir.
Pero el camino hacia la sanación empieza cuando dejamos de pelear con todo y nos atrevemos a mirar la herida.
Reconocer que no es rabia, sino dolor, no resuelve todo de inmediato, pero nos permite empezar a sanar desde un lugar más honesto y profundo.
Sanemos juntas. Te acompaño, siempre.
Claudia Girón
@psclaugiron